Eclesiástico 27,4-7: No alabes a nadie antes de que razone
Salmo 91: ¡Qué bueno es darte gracias, Señor!
1 Corintios 15,54-58: Nos da la victoria por Jesucristo
Lucas 6,39-45: El árbol se conoce por sus frutos
La liturgia nos enfrentaba la semana pasada, al reto de una nueva forma de vida, distinta a la que propone el mundo: las bienaventuranzas. Ellas constituyen una nueva forma de pensar, de ser y de hacer, que se asume como estilo de existencia. Jesús es capaz de sintetizar y presentar esa nueva forma de existir debido a la refrescante imagen que tiene de la verdadera religión, la cual refleja la voluntad del Dios de Jesús, de su Padre, al que nadie ha visto ni comprendido, solo Él, el Hijo, y la expresa al más auténtico estilo de sabiduría hebrea. No es la sabiduría grecolatina a la que estamos acostumbrados. La sabiduría grecolatina radica en el conocimiento sobre diversos aspectos siendo su objetivo primordial la verdad. La sabiduría hebrea, en cambio, supone una opción existencial: ser fiel a la sabiduría divina ordenando la vida en función de esa sabiduría. La grecolatina es una sabiduría mental que implica el cerebro y que brota de la contemplación de la naturaleza circundante; la hebrea, en cambio, brota de una acción de la palabra creadora divina e implica toda la existencia. Justamente a esto hace referencia la lectura del Sirácide de hoy: al personalizarla, al asumirla con la existencia entera, esa sabiduría se manifiesta en nuestro hablar y actuar.