III Domingo de
Cuaresma – Ciclo C
24 de marzo de
2019
Éxodo 3,1-8a.13-15: “Yo soy” me envía a ustedes
Salmo 102: El Señor es compasivo y misericordioso
1 Corintios 10,1-6.10-12: Todo sucedió como
ejemplo
Lucas 13,1-9: Si no se arrepiente, acabarán como ellos
Continuamos
en nuestro camino hacia la Pascua con Jesús. La semana pasada reflexionábamos
sobre el tema de la alianza que nuestro Dios realiza con nosotros y como ella
se cumple en Jesús, aunque para los apósteles parezca increíble; por ello eso
se les confirma en la Transfiguración.
Hoy
continuamos con el tema de la Alianza, Yahvé, que es fiel, se revela a Moisés
en el marco salvaje del desierto y en la aflicción del exilio, bajo la figura
temible del fuego. Pero él es precisamente el Dios que, en el colmo de la
desgracia y del pecado, ve y oye la miseria de su pueblo y perdona su falta y
su transgresión, porque es Dios de ternura y de compasión. Así se revela con su
actuar y es allí, en un mismo movimiento, cuando revela su nombre a Moisés. Entre los antiguos semitas, el “nombre” es el sentido, es su misma
existencia. Yahvé se revela plenamente al pueblo, pero el que ahora un nombre
distinto del nombre que recibió hasta ahora, indica que algo ha cambiado; el
pueblo profundiza en la comprensión de su Dios: ahora cae en la cuenta que este
es un Dios que se muestra a partir de la historia, como un Dios que manda a los
que elige para dar respuesta a los clamores que lo conmueven y no lo dejan
indiferente.
El nombre divino no es ya un pronombre por el cual el
hombre designa a su Dios, ni un substantivo que lo sitúa entre los seres, ni un
adjetivo que lo califica por un rasgo característico. Es percibido como un
verbo, es, en los labios del ser humano, el eco de la palabra por la que Dios
se define. Esta palabra es a la vez una negativa y un don. Negativa a dejarse encerrar
en las categorías del hombre: “yo soy el que soy” (ehyeh aser ehyeh); y es don
de su presencia: “yo soy contigo” (ehyeh `immak). Porque el verbo hayah en
hebreo tiene un sentido dinámico; designa, más bien que el hecho neutro de
existir, un acontecimiento, una existencia siempre presente y eficaz, un estar
dinámico (adesse) más que un simple estar pasivo (esse). Es pues, un Dios que
es “compasivo y misericordioso” y un Dios que actúa por su pueblo.
En el Salmo, el estribillo que debimos haber repetido
desde una experiencia existencial de él, a semejanza del pueblo de Israel que
así lo experimenta, y no como una frase vacía, es, justamente “El Señor es
compasivo y misericordioso”.
En el Evangelio el Jesús que nos presenta Lucas, revela
de nuevo ese concepto de Dios. Jesús rehúye la imagen de un Dios castigador,
Dios no castiga; ni los galileos que ofrecían sacrificios cuando fueron
asesinados, ni los dieciocho que murieron aplastados por la Torre de Siloé
fueron víctimas del castigo divino. Jesús nos
enseña, en el texto de hoy, a aprender a escuchar la voz de Dios en los
acontecimientos de la historia, a aprender a leer la realidad adecuadamente. De
hecho sus interlocutores también lo hacían, y por eso van a contarle los
hechos, pero escuchaban mal, Dios no decía lo que ellos entendían. Es verdad
que Dios habla, pero hay que aprender a escucharlo. Dios no nos dice que los
muertos de esos acontecimientos drásticos eran pecadores, de hecho todos lo
son. Lo que Dios nos dice es que, por serlo, debemos convertirnos y dar frutos
de conversión. Los frutos son una palabra de Dios para esta etapa de la
historia
Lo que el Padre quiere es el cambio fructífero, el
abandono del pecado para vivir una vida que dé frutos. Aun así, sin dar frutos
a su tiempo, Jesús, que se identifica con el viñador, le pide a su Padre, el
dueño del terreno, que de un tiempo más para que ese pueblo de frutos. Tanto la
misericordia del Padre como la del Hijo, el amor por su pueblo, se manifiestan
en estas narraciones y la Cuaresma es el tiempo para recentrarse, reorientar la
vida, recibir la gracia y producir fruto.
El problema para nosotros lo puntualiza Pablo en la
lectura a los Corintios. Pablo acude a la historia de Israel como un “signo” de
los tiempos de salvación: todo el pueblo comió el mismo alimento, el maná; todo
el pueblo bebió de la misma roca del Horeb, pero la mayoría no supieron leer
estos signos de la actuación de Dios y perecieron. Pablo hace la lectura para
nosotros, que vivimos en el “tiempo de la salvación” y nos pone en guardia: “el
que crea estar firme tenga cuidado de no caer”.
Es una advertencia para los que vivimos en esta etapa
final de la historia de salvación: no podemos dejar de dar frutos. El sentido
de una vid y de una higuera es dar frutos, sino lo hacen, es absurdo tenerla.
Un ser no es absurdo por ser lo que es sino por no tener razón de ser. Si no
damos frutos perdemos nuestra razón de ser en esta vida.
Un pueblo redimido por Cristo, debe edificar, con su
vida (y con su muerte si fuera necesario) un Reino que dé frutos de verdad, de
justicia y de paz, de libertad, de vida y de esperanza.... Estamos lejos, ¡muy
lejos! de lograrlo. Es verdad que en decenas de comunidades hay también frutos
muy vivos de solidaridad, de paz, de oración, de justicia y de vida, de
celebración y de esperanza... y podríamos multiplicar los frutos que vemos en
las comunidades; pero todo lo anterior también es cierto. Faltan muchos frutos
que dar, falta mucha vida que cosechar y alegría que festejar. América, el
continente de la violencia, de la injusticia y el hambre reclama frutos de los
cristianos. Y esos frutos deben darse en la historia. Los acontecimientos
cotidianos, de dolor y de muerte, que tan frecuentes vivimos en América Latina y
en nuestra Guatemala, nos dan una palabra de Dios, una palabra que debemos
aprender a escuchar, que debemos comprender para no creer que Dios dice lo que
no está diciendo. Jesús nos enseña la “dinámica del fruto” para aprender a
reconocer allí un Dios que sigue hablando y que nos sigue llamando a la
conversión. no para una conversión individual y personal, sino que dé frutos
para los hermanos, para la historia y para la vida. Y la Cuaresma es tiempo
oportuno para empezar a darlos...
Meditemos esta semana sobre esto, porque la semana
entrante, como el hijo pródigo, deberemos volver al Padre con una conversión
profunda. Pidámosle a María Santísima, nuestra Madre, la plena y constante
portadora del Espíritu del Señor. que nos acompañe y que, por su intercesión,
recibamos el Espíritu en este tiempo de Cuaresma, para nuestra vuelta al Padre.
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