II Domingo de Cuaresma – Ciclo C
17 de marzo de 2019
Génesis 15,5-12.17-18:
Dios hace alianza con Abraham
Salmo 26: El Señor es mi
luz y mi salvación
Filipenses 3,20–4,1:
Cristo nos transformará
Lucas 9,28b-36: Este es
mi Hijo, el escogido, escúchenlo.
Al iniciar la Cuaresma la semana
pasada, veíamos como era necesario abrirnos a la acción de Dios en nosotros
para vencer la tentación y resucitar a una vida nueva en la Pascua. Hoy la
liturgia nos presenta personajes que se abrieron a la acción de Dios y confiaron
plenamente en Él y que deben servirnos como modelos de escucha, de Fe y de
apertura a la acción de la gracia de Dios en nuestras vidas.
En la primera lectura tenemos a Abraham que, a pesar de unas
circunstancias que le eran completamente adversas, cree en unas promesas casi
increíbles de su Dios, su fe es una confianza en unas promesas humanamente
irrealizables, Dios le reconoció el mérito de ese acto y se lo contó como
justicia, ya que justo es el hombre a quien su rectitud y sumisión le hacen grato
a Dios; esa amistad personal con Dios determinó su conducta, fue su principio
de acción,… y determinó también la conducta de su Dios, quien se propone sellar
esa amistad con una alianza con su siervo que ha sido considerado justo,
confiado y abierto a la acción de Dios en su vida.
Ante esta realidad pues, Yahvé, realizará con Abraham el viejo rito de
la alianza, rito en el cual los contratantes pasaban entre la víctima partida e
invocaban sobre sus cabezas la suerte de la víctima si transgredían su compromiso.
Bajo la figura del brasero humeante y la antorcha encendida el que pasa es
Yahvé, y pasa solo, porque su alianza es un pacto unilateral, Él es el que se
compromete y Él es quien hace la promesa, Él ha tomado la iniciativa y el
compromiso fundamental. Lo que resalta en definitiva es su amor, en el cual Él
ha dado el primer paso. Abraham se ha dejado envolver por la niebla de Dios y
ha sentido temor, pero ha permanecido allí, frente a la iniciativa y acción
divinas, porque ya ha tenido una experiencia existencial de su Dios y en Él ha
puesto su confianza.
La Fe como la de Abraham, nos hace amigos de Dios. Es esa Fe la que nos
pide Pablo en la Carta a los Filipenses, una Fe firme y fuerte, aún en medio de
las más grandes adversidades, saber ver a Jesús en toda su grandeza, incluso en
la tan temida e inevitable Cruz, sabiendo que más allá hay, ciertamente, algo
más, que le da sentido a la existencia entera, al deseo de vivir una nueva
vida.
Dios nos ama a todos y a todos
nos quiere salvar, y, para que esto se haga realidad, es necesario que le
hayamos encontrado en forma personal, de una manera existencial, amorosa, siendo
este encuentro el principio de las experiencias más valiosas. Es así como, a lo
largo de la historia, Dios llama a los que Él ha elegido según su designio y
predestinación eterna. Al hacer con ellos un pacto o alianza, les da
la oportunidad de entrar en una vida de fidelidad. Estos conocerán a Dios como
persona viva y lo tratarán como tal.
Eso es lo
que pasa con los Apóstoles en el relato Evangélico de hoy. Son los tres que han
sabido amarle más profundamente los que acompañan a Jesús, los que lo han conocido,
pero existencialmente, con amor, no solo con la mente. A pesar de que los Doce
actuaban y vivían juntos, no todos habían alcanzado el mismo nivel ni podían
acompañar a Jesús en esta experiencia. Van al monte, lugar por antonomasia del
encuentro con Dios, a acompañar a Jesús en su oración, y es entonces cuando
experimentan signos de su Divinidad.
La palabra transfiguración, como
se le suele llamar a este relato, no la aplica Lucas, sino habla de “cambio de
aspecto”, como bien lo señalaron Padres de la Iglesia, ya que literalmente transfiguración
significa “cambio de forma, de figura”, pero Jesús no cambió su figura, su
forma, de haber sido así los apóstoles no le hubieran reconocido. Lo realmente
milagroso es que Jesús fue visto por ellos bajo una luz nueva que procuró una
visión en sentido bíblico: la Gloria de Jesús sale de
él mismo y afecta hasta su ropa.
Las mentes más superficiales, que gustan del show estilo Hollywood,
todos aquellos a quienes les fascina lo deslumbrante, quieren imaginar algo
diferente de la realidad del mundo. Pero hay que puntualizar que eso no es lo
más importante, que lo fundamental del relato consiste en que la visión que se
ofreció a los apóstoles en el monte, fue la visión de lo que los apóstoles
veían ya antes, es decir, la figura humana del Salvador; pero en plenitud, más
allá de la mera visión sensorial, es decir: fue una teofanía, Cristo es una
manifestación plena de Dios, una “revelación”, en el verdadero sentido de la
palabra, porque fue levantado para ellos el «velo» que escondía, bajo las
apariencias externas, la realidad divino-humana de ese Cristo. En el monte,
mediante esta revelación maravillosa, Jesús confirmó de modo admirable la
autenticidad de su filiación divina y, al mismo tiempo, ratificó que sólo a
través de la pasión habrían de llegar Él y sus apóstoles a la plena
glorificación. Así pues, mediante el misterio de luz de este cambio de visión,
mostró a sus apóstoles el misterio doloroso del Calvario y el misterio glorioso
de la ascensión. Ellos comprenden en aquella experiencia, que Jesús es el nuevo
Moisés, el consolidador del Pueblo de Dios, el legislador y, a la vez, el nuevo
Elías, el profeta de profetas. La ley y los profetas, lo más grande para el
pueblo de Israel, está concentrado y superado en Jesús, pero… no sin el
doloroso paso por la Cruz, punto de discordancia entre los apótoles y al cuál
se acaba de referir Jesús unos versículos antes.
Ante esta experiencia transhistórica, los apóstoles se sorprenden,
quieren quedarse allí para siempre, construir chozas; ahora no duermen, se
dejan envolver por la nube, por la presencia de Dios, sienten plenitud, pero
también temor, igual que Abraham, ante la presencia de Divina. Escuchan una voz
que les indica: “Este es mi Hijo, mi escogido, escúchenlo”. “Escúchenlo” es la clave del relato: para estar en cercanía a
Jesús no es necesario armar tiendas, sino escucharlo, vivir de su palabra. La
peregrinación no ha terminado, se está en camino hacia la Pascua, hacia el
nuevo nacimiento, hacia la Resurrección, la teofanía ilumina brevemente el
escándalo de la cruz anunciada, es refresco en el duro camino. Luego, de golpe,
súbitamente todo termina y encontramos a “Jesús solo”. Sin prohibición de por
medio, los discípulos guardan el secreto, seguramente porque no han comprendido
totalmente, están sorprendidos y se mantienen en el misterio. De este modo aquellos tres apóstoles se
convirtieron en testigos verídicos de su grandeza divina. En este testimonio
habría de consistir su misión apostólica posterior a la Pascua.
El
cambio de aspecto es un anticipo; es un "eclipse al revés": una luz
en medio de la noche. Da un sentido completamente nuevo a la vida, ¡y a la
muerte! Hace comprensible la maravillosa reflexión de Hélder Câmara: "El
que no tiene una razón para vivir, no tiene una razón por la que morir”, pero tenemos que estar abiertos y listos para
percibirlo, la cuaresma es el tiempo oportuno para ellos, tiempo en el que el
Padre actúa en nosotros y nosotros nos preparamos para recibir esa acción, esa
gracia divina.
Como bien nos señala el papa Francisco: al inicio
de la misa, en la Oración Colecta pedimos al Señor dos gracias: “escuchar a tu amado Hijo”, para que
nuestra fe se nutra de la Palabra de Dios, y —la otra gracia— “purificar los ojos de nuestro espíritu,
para que podamos gozar un día de la visión de la gloria”. Escuchar, la gracia de
escuchar, y la gracia de purificar los ojos. Esto está precisamente en relación
con el Evangelio que hemos escuchado. La gracia de escuchar a Jesús. ¿Para qué?
Para alimentar nuestra fe con la Palabra de Dios. Y ésta es una tarea del
cristiano. ¿Cuáles son las tareas del cristiano? Tal vez responderemos: ir a
misa los domingos; hacer ayuno y abstinencia en la Cuaresma; hacer esto... Pero
la primera tarea del cristiano es escuchar la Palabra de Dios, escuchar a
Jesús, porque Él nos habla y Él nos salva con su Palabra. Y Él, con esta
Palabra, hace también que nuestra fe sea más robusta, más fuerte. Escuchar a Jesús. ¿Qué escuchamos
normalmente?». “Escucho la radio, escucho la televisión, escucho las
habladurías de las personas...”. Muchas cosas escuchamos durante el día, muchas
cosas... Pero, ¿dedicamos un poco de tiempo, cada día, para escuchar a Jesús,
para escuchar la Palabra de Jesús? ¿Purificamos nuestros ojos para descubrirle
en plenitud? ¿Oramos para tener esa experiencia de la divinidad como los
apóstoles? ¿Nos preparamos para renovar la Alianza en esta Eucaristía? Jesús,
la víctima, va a estar partida sobre el altar y el Espíritu de Yahvé pasará en
medio y renovará su Alianza con nosotros.
¿Tenemos la Fe de Abraham, de los apóstoles, la que
nos indicó Pablo, la que confía en su Dios contra todo lo humanamente esperado?
¿Escuchamos a Cristo? ¿Oramos para experimentarle existencialmente, para más
amarle y seguirle? ¿Para nosotros es el Señor realmente, como repetimos en el
Salmo, es nuestra Luz y nuestra Salvación, el sentido de nuestra vida… y de
nuestra muerte? ¿Es nuestra fe principio de acción como lo fue para Abraham y
los apóstoles? Porque, en este camino hacia la resurrección, el Señor nos
pedirá la semana entrante que, como producto de nuestra fe, demos frutos.
Sigamos pues, nuestro camino de Cuaresma, escuchando, renovando la alianza y
viviendo nuestra fe de corazón, acompañados por María Santísima, quien lo supo
hacer a la perfección.
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