domingo, 10 de marzo de 2019

IV Domingo Ordinario Ciclo C - 3 de febrero de 2019

Jeremías 1,4-5.17-19: Te nombré profeta de los gentiles
Salmo 70: Señor, tú eres mi esperanza
1 Corintios 12,31-13,13: El amor nunca terminará
Lucas 4,21-30: Médico, sánate a tí mismo

El domingo pasado, después de la lectura que hizo Jesús del profeta Isaías, el evangelio terminaba diciendo que “todos los presentes tenían fijos los ojos en él...”. Hoy continuamos con la escena, que –recordemos– se desarrolla en la sinagoga de Nazaret. Jesús dice que en él se cumplen las palabras de Isaías, es decir, que es «el ungido» (el Mesías, el Cristo) para anunciar la Buena Noticia a los pobres y oprimidos... y el «año de gracia» del Señor. Jesús inicia su misión.
La misión de todo profeta, como vemos en la primera lectura, tomada de Jeremías, tiene dos partes, la primera (vv. 4-5) se refiere a su vocación, y la segunda (vv. 17-19) a su envío profético. El llamado de Jeremías está marcado desde el inicio por la palabra: “me llegó una palabra de Yahvé”. El profeta es llamado por la palabra para ser palabra de Dios en medio de su pueblo. La palabra lo conoce desde antes de su nacimiento, lo que significa una intimidad profunda de Dios con el profeta. La palabra lo consagra, es decir, Dios se lo reserva para sí, desde antes de nacer. Conocer y consagrar son el marco para la misión de Jeremías: ser profeta de las naciones.
A partir del v. 17 Jeremías se convierte en palabra de Dios ambulante. Debe decir en público lo que Dios le mande. Pero decir la verdad siempre ha sido problemático y peligroso porque se tocan los intereses de muchas personas y de las estructuras sociales. Por esto Dios se anticipa a decirle que no tenga miedo de afrontar su misión. El temor no es ajeno a la vocación profética; lo importante es no abandonar la vocación porque entonces sería Dios el que podría asustarnos, es decir, dejar de llamarnos, de elegirnos y de consagrarnos, dejar de confiar en nosotros, y ¿qué susto peor puede recibir un profeta?
La promesa de Dios no plantea su intervención para salvar al profeta en tiempos difíciles, sino que, a él, personalmente, lo fortalecerá internamente como un “pilar de hierro”, y externamente lo consolidará como una “muralla de bronce”. La palabra será su fuerza en su lucha contra las autoridades (reyes, ministros, sacerdotes y propietarios), que han olvidado la alianza de Yahvé, oprimiendo y marginando a su propio pueblo. La fortaleza también la encuentra el profeta en la obediencia a la palabra que recibe y anuncia. Esto le asegura la compañía permanente de Yahvé.
Exactamente esto está sucediendo en Jesús desde el inicio de su dimensión y misión profética. Es interesante constatar el contraste entre la reacción de la gente en el v. 22 y la de los versículos 28-29. Inicialmente los de su pueblo aprobaban, y se admiraban de su paisano, pero no alcanzaban a ver en Jesús al profeta anunciado por Isaías ni la gracia de Dios que salía de sus labios, menos aún al Hijo de Dios, sino simplemente al Jesús hijo de José. Jesús percibe que sus paisanos no están interesados en sus palabras sino en sus hechos, son interesados, egoístas, les interesa ante todo un espectáculo milagrero, que cure los enfermos del pueblo y basta. Quieren recibir, no dar, menos aún ser. Quieren una fe que les dé, no que los involucre. Jesús les responde con otro refrán: “ningún profeta es bien recibido en su patria”, dejando claro que en Nazaret no hará ningún milagro.
Entre los vv. 25-27 Jesús acude al AT para explicar su situación. El verdadero profeta no se deja acaparar ni mucho menos presionar para satisfacer a un auditorio interesado sólo por el espectáculo o por intereses individuales, aunque sean los de sus familiares o su propio pueblo. El profeta es libre y se debe a la palabra de Dios. Con la historia de Elías y Eliseo recuerda a los nazarenos cómo éstos tuvieron que irse a tierra de paganos porque su propio pueblo no quería escucharlos. La característica de la mujer de Sarepta es su confianza en Dios, confiando su vida y la de su propio hijo en un extraño como Elías; y característico del sirio Naamán es que depone su orgullo y soberbia nacionalistas ante las palabras de Eliseo. La misma Iglesia reconocerá en este texto su misión de anunciar la Buena Noticia a los más alejados, es decir, que la Palabra echa sus primeras raíces en las personas y en las familias, pero ése no es su destino final; tiene que ser una palabra que busque siempre el camino de los más alejados y necesitados.
Las palabras finales de Jesús enfurecen a los presentes e intentan arrojar a Jesús por un barranco en las afueras del pueblo. Es curioso cómo los pobres de Nazaret, sujetos preferenciales del Anuncio de la Buena Nueva, desprecian la palabra presente en su tierra. Pero la palabra no puede morir, y Jesús continúa su camino misionero al servicio de los pobres, marginados y excluidos, con una palabra de vida, aunque amenazada siempre de muerte por quienes hacen de su vida una mala noticia de egoísmo.
Jesús, en cambio, hace de su vida profética un poema de amor como el que nos presenta la carta a los Corintios. Lo encarna, lo vive, lo manifiesta a la perfección. El único carisma absoluto es el amor. El amor al que se refiere la carta, no es el egoísta amor helenista de placer (eros), ue es el mismo que la sociedad actual difunde y vive, sino el amor cristiano (ágape), que es un amor que se recibe, se entrega, se sirve y hasta da la vida por los hermanos. Sin amor, no tiene sentido ni el mejor de los carismas; sin amor, la palabra profética queda en el vacío, sin amor el amor de Dios pasa de largo en nuestras vidas. Jesús es ese amor encarnado y su profetismo así se manifiesta, en el amor que desborda.
Podemos dividir el canto de Corintios en tres partes. En la primera (vv. 1-3) se enumera una serie de carismas que no son nada si falta el amor. En la segunda (vv. 4-7) se enumeran quince características del amor cristiano; siete se plantean de forma positiva y ocho de forma negativa. En la tercera parte (vv. 8-13) Pablo termina su canto reafirmando la eternidad del amor. El amor, que puede cambiarlo todo, es el único que no cambiará, que será el mismo eternamente. Entre la fe, la esperanza y el amor, este último es el mayor, quedando clara, para los corintios y para los cristianos de todos los tiempos, la superioridad del amor sobre cualquier otro carisma.
Y ahora viene el reto para nosotros. Desde nuestro bautismo hemos recibido la bendición del Señor, como explicamos en domingos anteriores: el llamado fundamental en el que se nos da nuestro nombre, es decir: Dios toma posesión de nosotros, y por ese nombre nos llama para realizar una misión fortalecidos por la gracia del Espíritu. Desde aquel momento compartimos la triple misión de Jesús: profetas, sacerdotes y pastores. ¿Lo asumimos? ¿Lo vivimos? O, como los habitantes de Nazaret, ¿solo creemos conocer a Jesús y le concebimos como alguien que debe hacernos milagritos para nuestro propio beneficio? Frente a esta sociedad egoísta de nuestra Guatemala, que se revela en la desvergüenza de las postulaciones a las elecciones, ¿estamos dispuestos a asumir nuestra misión profética y decir la verdad siempre, aunque, como ya señalamos, sabemos que esto ha sido problemático y peligroso porque se tocan los intereses de muchas personas y de las estructuras sociales? ¿De verdad estamos conscientes de lo que repetimos en el Salmo “Señor, Tú eres mi esperanza” y a asumirlo plenamente en nuestra vida? ¿Estamos dispuestos a vivir el verdadero amor y ser, aquí y ahora, seguidores de Jesús, profetas del amor a pesar del ambiente que vivimos? Pensémoslo, reflexionemos, asumamos…hagamos nuestras estas palabras y esta actitud de amor profético para, con Pedro, repetir la semana entrante con entera confianza: “por tu Palabra echaré las redes”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario